miércoles, 28 de abril de 2010

2010 | La mirada de un espectador | La fin del mundo por Pablo Iglesias

No es tarea fácil levantarse de la butaca y volver a la vida luego de oir las palabras finales de La Fin del Mundo; más aún cuesta esbozar una que otra palabra acerca de una puesta en escena en la cual uno de sus personajes afirma en el grito final: «¡Las palabras no existen!». La Fin del Mundo ofrece una reflexión acerca del lenguaje y de las relaciones interpersonales; pero sobre todo, se propone como una profunda reflexión acerca de los modos en que el lenguaje interviene en la percepción de los seres humanos de la realidad. La originalidad de esta propuesta radica en su presentación en dos puestas en escena diferentes, “Lado A” y “Lado B”.

Las partes: Lado A

Tati y Mele son dos personajes rotosos que viven desde hace diez años sumidos en la desgracia en un reducido pozo del que no pueden o no quieren salir y al cual los espectadores nunca sabemos cómo han llegado. El modo de relación entre ellos es el de la sujeción, la cual queda expresada, entre otros elementos, en la íntima conexión corporal que se establece en escena entre los actores; sujeción a la cual sobreviene, inmediatamente, un rechazo absoluto del uno hacia el otro. Es un modo de relación un tanto primitivo, infantil, posesivo. La “acción” –aunque el término no sea del todo feliz para referirse a una escena en la que, en definitiva, nada ocurre– consiste en el “diálogo” –término para el cual vale también la aclaración anterior– la acción consiste en el diálogo ininterrumpido (diríamos: inacabable) entre Tati y Mele, diálogo profuso en informaciones, reproches, recuerdos que intercambian entre sí una y otra vez, lo cual crea un ambiente reiterativo y ensordecedor. «Todo vuelve al punto inicial», dice Tati en alguna oportunidad. Y Mele se encarga de repetir: «Hola, ¿cómo estás?», fórmula social ritualizada cuya función pragmática de iniciar algún tipo de contacto queda desabastecida, con lo cual se evidencia que el lenguaje, en La Fin del Mundo, no busca cumplir con sus funciones prácticas y referenciales esenciales.
Tati y Mele viven fatalmente la realidad. Ambos desean ansiosamente salir de ese pozo; las palabras que se dirijen gran parte de las veces consisten en la amenaza mutua de que la huida es inminente. Se crea de este modo en el espectador la ilusión de que  el final de la desgracia está por ocurrir, pero para desgracia de los personajes, el final nunca llega; hay algo que los mantiene sometidos a residir en ese pozo infernal. Y en un movimiento pendular, todo permanece idéntico.

Las partes: Lado B

Tati y Mele son dos personajes de alta alcurnia; sentados cada uno al extremo de una larga mesa que mantiene sus cuerpos separados el uno del otro, estos seres dicen, desde una mirada esquiva y un resentimiento al parecer largamente contenido, el mismo texto que los personajes desgraciados del Lado A; sin embargo, el discurso que urden ya no es el mismo. Si en el Lado A al espectador le era dada la posibilidad de simpatizar con alguno de los personajes, el Lado B nos propone un distanciamiento –con todas las implicancias del término– mediante el cual se logran efectos de sentido muy diversos. Las palabras que en el Lado A parecían expresadas por una suerte de niños inocentes, en el Lado B son enunciadas por una mujer soberbia y un hombre obsesivo que, anclados en una altanería exasperante, buscan justificar sus acciones pasadas, se autoelogian, se dan la razón permanentemente para luego castigarse y más tarde consolarse mutuamente. «Hola, ¿cómo estás?», vuelve a repetir Mele una y otra vez; y en esta oportunidad, el saludo no está dirigido a Tati, sino a otro oyente con el cual se comunica por teléfono celular. La resignificación no se da sólo a nivel lingüístico-enunciativo sino también a nivel escénico: resignificación escenográfica, resignificación de vestuario, resignificación técnica y de utilería.

El todo: ¿Cara o ceca?

Dos personajes. Dos lados. Cara y ceca. La Fin del Mundo pone en escena también una reflexión acerca de la constitución del psiquismo humano, al tiempo que experimenta con él. La resignificación del texto a partir de la resignificación de los lugares de enunciación  y de la resignificación escénica provoca también una resignificación en las percepciones del espectador, lo cual transforma esta propuesta teatral en una suerte de experimento. El espectador, que en el Lado A logra, sin duda, una empatía con la entrañable Mele, en el Lado B no puede menos que sentir aversión hacia la Mele arrogante. ¿Qué es lo que nos conduce, entonces, a identificarnos con la Mele del Lado A y a rechazar a la Mele del Lado B, si las dos dicen exactamente las mismas palabras? Y aquí se observa una resignificación a nivel gestual, actitudinal. Y es aquí que la propuesta de La Fin del Mundo se vuelve interesante desde el punto de vista psicológico. El espectador es conducido a experimentar ciertos estados emotivos durante una de las puestas escénicas, para que en la otra puesta ese estado se le desmorone; como la “vereda” a la que hacen referencia los personajes: «Y no queda vereda», dice alguno de ellos en referencia a la vereda del lugar en el que viven. «No. No queda», le responde el otro. «Bueno queda, pero no queda bien, queda rota», rematan. En otras términos, lo que el espectador siente por los personajes del Lado A se rompe en el Lado B, hecho que también ocurre, como en una puesta en abismo, en la escena misma, con la rotura, hacia el final de la obra, de una muñeco al cual los personajes le atribuyen capacidades extraordinarias
La Fin del Mundo busca un quiebre en el espectador… pero ¿un quiebre de qué? No se espera una catarsis ni una purga de emociones de su parte, como en el teatro clásico. Muy por el contrario, se busca pasear (“trasladar”: llevar de un lado a otro lado) al espectador por el anverso y el reverso de su propia constitución, de sus propias percepciones, para quebrarlo, para desmoronarle todo tipo de convicción, todo tipo de seguridad en algo. Se pretende que el espectador experimente la proposición de que «todo es una broma» (¿“la vida es sueño”?), de que «las palabras no existen». Y aquí cabe preguntarse: ¿las palabras no existen? ¿O no hay nada para decir? O mejor, ¿qué puede ser dicho? o más aún, ¿qué puede ser dicho y cuánto tiene de importante decirlo en una situación límite como la escenificada? Cuestionamientos que nos muestran que lo dicho, que las palabras, están más allá de "la realidad" y que lo que no existe, en realidad, es esa "realidad" a la que nos referimos. Ésta se nos presenta como un mero efecto de lenguaje. O autoengaño, que le dicen.

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